2. Ascesis y Espíritu Capitalista
Para lograr una visión abarcadora y en
profundidad de la relación existente entre las concepciones básicas del
protestantismo ascético y los axiomas de la vida económica cotidiana es
necesario, sobre todo, traer a colación aquellos escritos teológicos que es
posible identificar como surgidos de la actividad pastoral práctica. Porque en
una época en la que el más allá lo era todo; en la que la posición social del
cristiano dependía de su admisión a la comunión; dónde la influencia del
sacerdote en la atención de las almas, en la disciplina de la Iglesia y en la
prédica ejercía una influencia que nosotros, hombres modernos, sencillamente ya
no podemos concebir – como lo demuestra cualquier vistazo a la colección de
“consilia”, “casus conscienciae” etc. – en una época como ésa,
los poderes religiosos que se imponen en esta praxis se convierten en
los formadores decisivos del “carácter del pueblo”.
Para el desarrollo de esta sección,
en contraposición con lo expuesto más adelante, podemos tratar al protestantismo
ascético como un conjunto en su totalidad. Sin embargo, puesto que el
puritanismo inglés surgido del calvinismo ofrece el fundamento más consecuente
de la idea de la profesión, de acuerdo con nuestro principio colocaremos a uno
de sus representantes en el centro de la escena. Richard Baxter se
destaca entre muchos otros representantes literarios de la ética puritana por
su posición eminentemente práctica y conciliatoria, así como por el universal
reconocimiento que obtienen sus constantemente reeditados y traducidos
trabajos. Presbiteriano y apologista del Sínodo de Westminster, fue – como
tantos otros de los mejores espíritus de su tiempo – emancipándose gradualmente
del calvinismo extremo en cuanto al dogma.
Adversario de la usurpación de Cromwell por ser íntimamente hostil a
toda revolución, al sectarismo y en especial a la fanática exaltación de los
“santos”, pero de amplia tolerancia frente a peculiaridades externas y objetivo
respecto de los adversarios, orientó su campo de actividad muy especialmente
hacia la promoción de la vida eclesiástico-moral. Para perseguir este objetivo
y siendo uno de los más exitosos pastores de almas que conoce la Historia, se
puso a disposición del Parlamento ([285]), de Cromwell y de la Restauración, hasta que ya durante esta
última – todavía antes de los “Días de San Bartolomé” – abandonó el cargo. Su “Christian Directory” es
el compendio más completo de la teología moral puritana siendo que, además,
está orientado según las experiencias prácticas de su propia actividad pastoral.
Como representante del pietismo alemán nos
referiremos a Spener y a sus “Theologische Bedenken” (Consideraciones
Teológicas); para los cuáqueros tomaremos la “Apology” de Barclay y, junto a ellos
mencionaremos de modo comparativo a otros representantes de la ética ascética ([286]) si bien – a fin de ahorrar espacio – preferentemente de modo
tangencial. ([287])
Si uno toma “El Eterno Descanso de los
Santos” de Baxter y su ”Christian Directory” o algún trabajo similar de
otros autores ([288]), lo que llama la atención en los juicios sobre la riqueza ([289]) y su obtención es el énfasis puesto justamente sobre los elementos
ebionitas del mensaje del Nuevo Testamento. ([290]) La riqueza como tal constituye un grave peligro, las tentaciones
son continuas, el afán ([291]) de lograrla no sólo carece de sentido frente a la superior
importancia del Reino de Dios, sino que también es algo moralmente dudoso. Aquí
la ascesis parece estar orientada en contra de cualquier afán de obtener
bienes terrenales, en forma mucho más tajante que en Calvino quien no veía
ningún impedimento en la fortuna de los hombres de la Iglesia sino, por el
contrario, la consideraba deseable para aumentar su prestigio tan sólo a
condición de evitar el escándalo.
Se podrían amontonar a voluntad los
ejemplos de condena al afán de dinero y de bienes que existen en los escritos
puritanos y compararlos con la mucho más ecuánime literatura ética del Medioevo
tardío. Y estas reflexiones están
hechas con total seriedad – sólo que hace falta mirarlas más de cerca para percibir
su sentido ético y su interrelación. Pues sucede que lo moralmente condenable,
en realidad, es el relajarse en la propiedad ([292]); el regodearse en la riqueza con sus consecuencias de
ociosidad, sensualidad y, sobre todo, de alejamiento de la aspiración por una
vida “santa”. Y la propiedad resulta
cuestionable sólo porque trae consigo este relajamiento.
Es que “el eterno descanso de los santos”
se halla en el más allá. Sobre la tierra y para estar seguro de su estado de
gracia, el hombre debe “obrar las obras de Aquél que lo ha enviado, mientras es
de día”. Según la inequívoca voluntad revelada de Dios, no es el ocio y el goce
sino solamente la acción la que contribuye a aumentar Su Gloria. ([293]) Perder el tiempo es, por lo tanto, el primero y en principio
el más grave de todos los pecados. El lapso de una vida es demasiado corto y
precioso para “consolidar” nuestra vocación. Perder el tiempo en actividades
sociales, “habladurías” ([294]), lujos ([295]), incluso durmiendo más de lo necesario para la buena salud ([296]) – entre seis y a lo sumo ocho horas – es absolutamente condenable
desde el punto de vista moral. ([297])
Todavía no estamos ante la expresión de
Franklin de “el tiempo es dinero”; pero ya la frase resulta en cierto modo
válida en un sentido espiritual: el tiempo es infinitamente valioso porque cada
hora perdida significa una hora restada al trabajo puesto al servicio de la
gloria de Dios. ([298]) Por lo que también la contemplación inactiva resulta carente de
valor y acaso directamente desechable, al menos si ocurre a costa del trabajo
profesional. ([299]) Sucede que la contemplación pasiva es menos agradable a
Dios que el ejecutar activamente Su voluntad por medio de la profesión. ([300]) Y, aparte de todo ello,
para la contemplación está el domingo y, según Baxter, los perezosos en sus
profesión son siempre aquellos que tampoco tienen tiempo para Dios cuando llega
la hora de tenerlo. ([301])
En concordancia con ello, a lo largo de la
obra principal de Baxter ([302]) hallamos una prédica constante, en ocasiones casi apasionada,
sobre el trabajo duro, constante, físico o espiritual. Hay dos motivos
que aquí actúan en conjunto. ([303]) Por de pronto, el trabajo es el medio ascético más eficaz. Esto
está comprobado desde la antigüedad y como tal ha sido siempre valorado ([304]) por la Iglesia de Occidente, en aguda contraposición no sólo al
Oriente sino a casi todas las reglas monacales del mundo entero. ([305]) Es justamente el medio preventivo específico contra todas las
tentaciones que el puritanismo resume bajo la expresión de “unclean life” (vida no-limpia) y cuyo papel no es menor. La ascesis sexual en el
puritanismo se diferencia de la monacal sólo en el grado, no en el principio
fundamental, y resulta más extensa como consecuencia de abarcar incluso a la
vida matrimonial. Sucede que la relación sexual es lícita incluso en el
matrimonio sólo como medio deseado por Dios para el aumento de su
gloria, de acuerdo con el mandato de “creced y multiplicaos”. ([306]) Contra todas las tentaciones sexuales, al igual que contra las
dudas religiosas y el martirizarse en exceso, aparte de una dieta sobria,
vegetarianismo y baños fríos, se recomienda: “trabaja duro en tu profesión”. ([307]) Pero, más allá de esto y por sobre todo, el trabajo constituye, la
finalidad misma de la vida en absoluto. ([308]) La frase paulina de “aquél que no trabaja no debe comer” es
incondicionalmente válida para todo el mundo. ([309]) La reticencia a trabajar es síntoma de la falta del estado de
gracia. ([310]).
Aparece aquí en forma nítida el desvío de
la postura medieval. También Santo Tomás de Aquino interpretó esa frase. Pero,
según él ([311]), el trabajo es solamente naturali ratione necesario para el mantenimiento de la vida
del individuo y de la comunidad. Allí en dónde este objetivo desaparece, cesa
también la validez de la norma. La misma se refiere a la especie y no a cada
individuo. No se refiere a quien puede vivir de su propiedad sin trabajar y,
por supuesto, la contemplación como una forma espiritual de actuar en el Reino
de Dios se encuentra por sobre el mandato interpretado de modo literal. Y para
la totalidad de la teología popular, el aumento del “thesaurus ecclesiae”,
mediante la oración y el servicio coral, constituyó la forma más elevada de la
“productividad” monacal.
No es tan sólo que Baxter se abstiene,
naturalmente, de considerar estas excepciones a la obligación ética de
trabajar; por el contrario, con el mayor de los énfasis insiste en el principio
de que ni la riqueza exceptúa a quien la posee de aquella norma incondicional.
([312]) Tampoco el rico debe comer sin trabajar puesto que, aun cuando no
necesite del trabajo para cubrir sus necesidades, sigue estando vigente el
mandato divino al cual debe obedecer de la misma manera que el pobre. ([313]) Porque para todos sin distinción la Divina Providencia ha
dispuesto una profesión (calling = “llamado” o “vocación”) y cada uno debe reconocerla y trabajar en
ella, siendo que esta profesión no es, como en el luteranismo, ([314]) un mandato al cual hay que obedecer y con el cual hay que
conformarse, sino una órden directa que Dios le da al individuo para que lo
honre a través de su accionar. Este matiz aparentemente sutil tuvo
consecuencias psicológicas de gran alcance y estuvo relacionado con la
continuación del desarrollo de esa interpretación providencial del
cosmos económico que ya había sido habitual en la escolástica.
El fenómeno de la división del trabajo y de
la estratificación profesional de la sociedad fue concebida, entre otros, por
Santo Tomás de Aquino como expresión directa del plan universal divino. Pero la
integración del hombre a este cosmos sucede ex causis naturalibus y es
circunstancial (“contingente”, según la terminología escolástica). Para Lutero,
como hemos visto, la integración del hombre en los distintos estamentos y
profesiones – como consecuencia del orden histórico objetivo – es una
manifestación directa de la voluntad divina y, por lo tanto, la permanencia
del individuo en la posición y dentro de los límites que Dios le ha señalado se
hace un deber religioso. ([315]) Y esto tanto más cuanto que, justamente y en absoluto, las
relaciones de la piedad luterana para con el “mundo” fueron y permanecieron
siendo inseguras. Del ámbito del pensamiento de Lutero, que nunca se apartó del
todo de la indiferencia mundana paulina, no se podían extraer principios éticos
válidos para estructurar al mundo. Por ello, al mundo había que tomarlo tal
como era y sólo eso pudo ser establecido como un deber religioso.
Y de nuevo, el caracter providencialista de
la acción recíproca de los intereses económicos privados en la concepción
puritana se diferencia por matices diferentes. Según el esquema puritano de
interpretación pragmática, el objetivo providencial de la estratificación
profesional se reconoce por sus frutos. Sobre los mismos Baxter se
explaya en argumentos que, en más de un punto, recuerdan directamente la
conocida apoteosis de la división del trabajo de Adam Smith. ([316]) La especialización de las profesiones, puesto que aumenta la
habilidad (skill) del trabajador, produce un aumento
cuantitativo y cualitativo de la producción y sirve, por lo tanto, al bien
común (common best) el cual es idéntico al bien del mayor número posible.
Si bien hasta aquí la motivación es
puramente utilitaria y por completo similar a los criterios usuales de buena
parte de la literatura mundana de la época ([317]), el rasgo típicamente puritano aparece inmediatamente ni bien
Baxter coloca en la cima de sus razonamientos la observación: “Fuera de una
profesión permanente, la producción de un hombre queda reducida a trabajos
ocasionales inestables, con lo que pasa más tiempo en la holgazanería que en el
trabajo”. Para terminar diciendo: “ y (el trabajador profesional) realizará su
trabajo en orden mientras el otro permanece en eterna confusión y su
negocio no conoce ni lugar ni tiempo ([318]). . . por lo que una vocación estable (certain calling, en
otros lugares habla de stated
calling) es lo mejor para
todos”.
El trabajo inconstante, al cual está
obligado el jornalero común, es un estado intermedio, con frecuencia inevitable
pero siempre indeseable. Es que a la vida de quien “no tiene profesión” le
falta ese caracter sistemático-metódico que, como hemos visto, exige la ascesis
mundana. También de acuerdo a la moral cuáquera la vida profesional del hombre
debe ser un ejercicio ascético de la virtud; una confirmación de su estado de
gracia a través de una concienzuda escrupulosidad que se expresa en el
esmero ([319]) y el método con el que ejerce su profesión. Lo que Dios exige no
es el trabajo en sí, sino el trabajo profesional racional. En la idea
profesional puritana, el énfasis está puesto sobre este caracter metódico de la
ascesis profesional y no, como en Lutero, sobre el conformarse con un destino
que Dios ha decidido disponer. ([320])
Por ello es que a la pregunta de si está
permitido combinar varios callings se responde con un sí categórico – siempre y cuando ello aporte al
bien común, o al propio ([321]), y no perjudique a nadie, y no conduzca a que en alguna de las
profesiones así combinadas uno se vuelva desleal (“unfaithful”). Incluso el cambio de profesión de ningún modo se considera
como algo reprochable por si mismo a condición que no ocurra por capricho sino
de un modo más agradable a Dios ([322]), es decir: respetando el principio general de optar por una
profesión de mayor utilidad. Y, por sobre todo: la utilidad de una profesión y
su correspondiente agrado a Dios se rigen en primer lugar por normas morales,
luego por la importancia de los bienes producidos para la “comunidad”, pero
inmediatamente como tercer criterio, y naturalmente el más importante en la
práctica, sigue el del lucro ([323]) de la economía privada. Es que, si ese Dios – al que el puritano
percibe como operante en todas las cuestiones de la vida – le muestra a alguno
de los suyos una posibilidad de ganancia, es porque tendrá sus motivos para
hacerlo.
Por lo tanto, el cristiano creyente tiene
que seguir este llamado haciendo que le sea útil ([324]). “Si Dios os muestra un camino por el cual, sin daño para vuestra
alma ni para los demás y por medios lícitos, podéis ganar más que por
otra vía, y rechazáis esto para seguir el camino menos lucrativo, estaréis
poniéndole trabas al objetivo de vuestra vocación (calling); os estaréis negando a ser el auxiliar (steward) de Dios y a aceptar sus dones a fin de utilizarlos para Él
cuando os lo demande. Os está permitido trabajar para ser ricos, por
supuesto que no para los fines del placer carnal y el pecado pero sí para
Dios.” ([325])
Sucede que la riqueza es objetable sólo
como tentación de holgazanería improductiva y como goce pecaminoso de la vida;
el afán de obtenerla lo es cuando se orienta a poder vivir luego en forma
despreocupada y desprejuiciada. Pero como resultado del deber de trabajar, la
riqueza no sólo está moralmente permitida sino que es algo directamente
exigido. ([326]) La metáfora del sirviente que se condenó porque no supo lucrar con
la libra que le fue encomendada expresa quizás esto mismo en forma directa. ([327]) Con frecuencia se ha argumentado que el querer ser pobre
sería lo mismo que el querer estar enfermo; ([328]) y ello sería reprobable por santificar las obras y por menoscabar
la gloria de Dios. Y, en absoluto, la mendicidad de un hombre capaz de trabajar
no sólo es pecaminosa como pereza sino también por ir contra la palabra del
Apóstol en lo referido al amor al prójimo. ([329])
Así como el inculcar la importancia ascética
del trabajo estable glorifica éticamente al profesional moderno, del
mismo modo la interpretación providencialista de las chances de lucro glorifica
al comerciante. ([330]) La distinguida indiferencia del Gran Señor y la ostentación
advenediza del presuntuoso nuevo rico le resultan igualmente odiosas a la
ascesis. Por contraposición, el sobrio self made manburgués aparece
brillando bajo un generoso rayo de aprobación ética. ([331]) “God blesseth his trade” (Dios bendice su oficio) es una expresión constante aplicada a
aquellos santificados ([332]) que han seguido con éxito los designios divinos. Toda la potencia
de ese Dios vetotestamentario que recompensa a los suyos por su devoción
justamente en esta vida, ([333]) tenía que actuar en el mismo sentido para el puritano quien, según
el consejo de Baxter, controlaba su propio estado de gracia comparándolo con el
estado del alma de los héroes bíblicos ([334]) y que, al hacerlo, interpretaba las sentencias de la Biblia “como
si fuesen artículos de un código jurídico”.
Pero sucede que las sentencias del Antiguo
testamento no eran precisamente unívocas. Ya hemos visto que, idiomáticamente,
Lutero empleó el concepto de “profesión” por primera vez al traducir un pasaje
de Sirach. Pero el Libro de Jesus Sirach, a pesar de sus influencias
helenísticas y por todo el clima que en él se manifiesta, pertenece a los
elementos del Antiguo Testamento (ampliado) que actúan en un sentido
tradicionalista. Es significativo que hasta en la actualidad entre los
campesinos luteranos alemanes este libro parece gozar de una aceptación
especial; ([335]) así como fue frecuente que el caracter de la influencia luterana
de amplias corrientes del puritanismo alemán se manifestase con frecuencia en
una preferencia por Jesus Sirach. ([336])
Los puritanos desecharon los Evangelios
apócrifos considerándolos no inspirados, en concordancia con su tajante
diferenciación entre lo divino y lo creado. ([337]) De los libros canónicos,
con tanta mayor fuerza influyó el de Job. Este libro, por un lado presenta esa
magnífica glorificación de la majestad de Dios, absolutamente soberana y
situada más allá de toda escala humana, tan acorde con las concepciones
calvinistas. Y, por el otro lado, esto se combina al final con esa seguridad –
tan secundaria para los calvinistas como importante para el puritanismo – en
cuanto a que Dios acostumbra a bendecir a los Suyos también y justamente – en
el libro de Job: ¡solamente! – en esta vida e incluso en un sentido material. ([338])
El quietismo oriental, que aparece en
algunos emotivos versos de los Salmos y sentencias de Salomón, fue
reinterpretado de la misma manera en que Baxter lo hizo con el matiz
tradicionalista del pasaje de la Primera Epístola a los Corintios que es
constitutivo del concepto de la profesión. A cambio de ello, tanto mayor
énfasis se puso sobre aquellos pasajes del Antiguo Testamento que elogian la legalidad
formal como signo visible de la evolución que es del agrado de Dios.
Existió la teoría en cuanto a que la ley mosaica fue despojada de su validez
por la nueva Alianza tan sólo en la medida en que contenía reglas de raíz
ceremonial o histórica para el pueblo judío y que, por lo demás, tuvo desde
siempre y mantuvo su vigencia como “lex naturae”. ([339]) Esto posibilitó, por un lado, la eliminación de aquellas reglas
que simplemente no podían ser aplicadas a la vida moderna y, por el otro, le
dio vía libre ([340]) – a través de los numerosos rasgos correspondientes de la
moralidad vetotestamentaria – al poderoso robustecimiento de ese espíritu de
vanidosa y pragmática legalidad, propia del ascetismo mundano de este
protestantismo. Por lo tanto, cuando se califica de “English hebraism” (hebraísmo inglés) ([341]) al espíritu ético básico del puritanismo inglés en especial, tal
como lo han hecho varios contemporáneos del mismo y también escritores más
recientes, la observación, correctamente entendida, resulta completamente
acertada.
En relación con esto no hay que pensar en
el judaísmo palestino de la época en que surgieron los escritos del Antiguo
Testamento sino en el judaísmo tal como fue surgiendo progresivamente bajo la
influencia de muchos siglos de educación formalista-jurídica y talmúdica; y aun
en este caso hay que ser muy cuidadoso con los paralelismos. El espíritu del
antiguo judaísmo, orientado en forma genérica hacia una valoración sin
prejuicios de la vida como tal, se halla muy lejos de la idiosincrasia
específica del puritanismo. Tampoco debe pasarse por alto que igual de lejos
estuvo el puritanismo de la ética económica del judaísmo medieval y
contemporáneo en aquellos rasgos que resultan decisivos para la posición de
ambos dentro de la evolución del ethos capitalista. El judaísmo
se ubicó del lado del capitalismo “aventurero” de orientación política o
especulativa; su ethos fue, en una palabra, el del capitalismo paria.
El puritanismo, por su parte, sostuvo el ethos de la empresa
racional burguesa y de la organización racional del trabajo. Tomó de la
ética judía sólo lo que se ajustaba a este marco.
Dentro del marco del presente esquema sería
imposible exponer las consecuencias caracterológicas que tuvo la impregnación
de la vida con normas del Antiguo Testamento. Es una tarea atractiva pero,
hasta ahora, no ha sido realmente resuelta ni siquiera para el propio judaísmo
([342]).
Aparte de las relaciones señaladas, en
relación con el hábito integral íntimo del puritano hay que considerar, también
y sobre todo, que la convicción de ser el pueblo elegido por Dios experimentó
en él un grandioso renacimiento. ([343]) Incluso el moderado Baxter le agradece a Dios el haberle permitido
nacer en Inglaterra y en el seno de la iglesia verdadera y no en otra parte.
Del mismo modo, este agradecimiento por la propia perfección, otorgada por la
gracia de Dios, impregnó el espíritu de vida de la burguesía puritana ([344]) y produjo ese carácter duro, correcto en su formalismo, propio de
los representantes de aquella época heroica del capitalismo.
Intentaremos ahora destacar en forma
especial todavía aquellos puntos en los que la concepción puritana de la
profesión y la exigencia de una conducta ascética tuvieron que influenciar directamente
el desarrollo del estilo de vida capitalista.
Como hemos visto, la ascesis se dirige con
toda su potencia contra una cosa: contra el goce desprejuiciado de la
existencia y de las alegrías que la misma tiene para ofrecer. Este rasgo
aparece en su forma más típica probablemente en el conflicto suscitado por el “Book of sports” ([345]) (El Libro de los Deportes) que Jacobo I y Carlos I convirtieron en
ley con el objeto explícito de combatir al puritanismo y cuya lectura desde
todos los púlpitos Carlos I ordenó. Los puritanos combatieron frenéticamente la
disposición del rey que permitía legalmente los domingos la práctica de ciertas
diversiones populares fuera de los horarios de la Iglesia y lo que los exacerbó
no fue tan sólo la violación de la paz sabática sino el expreso y
deliberado desvío de la ordenada conducta de los Santos. Y si el rey amenazó
con castigar severamente cualquier atentado contra la legalidad de aquellos “sports”, el
objetivo fue precisamente el de quebrar ese rasgo contrario a la autoridad y
ascético que resultaba peligroso para el Estado. La sociedad
monárquico-feudal protegió a los “dispuestos al esparcimiento” contra la
emergente moral burguesa y el conventículo adverso a la autoridad del mismo
modo en que hoy la sociedad capitalista suele defender a los “laboriosos”
contra la moral clasista de los trabajadores y el sindicato hostil a la
autoridad.
Frente a esto, los puritanos afirmaron su
particularidad más decisiva: el principio de la conducta ascética. Porque, por
lo demás, la aversión del puritanismo al deporte, incluso entre los cuáqueros,
no era algo estrictamente fundamental. Sólo tenía que servir a un propósito
racional, como el restablecimiento necesario de la capacidad física para
trabajar. Por el contrario, el deporte como medio de dar rienda suelta a
impulsos incontrolados le resultaba sospechoso al puritano; y por supuesto que
lo consideraba directamente abominable cuando se convertía en un puro medio de
placer, o bien cuando incluso despertaba la ambición agonal, los instintos
crudos o la pasión irracional por las apuestas. El goce espontáneo de la
vida como tal, que desvía a la persona tanto del trabajo profesional como de la
bienaventuranza, era simplemente un enemigo de la ascesis racional, tanto si se
presentaba como un deporte “señorial” o como el baile y la concurrencia a la
taberna del hombre común. ([346])
En concordancia con esto, la postura frente
a los bienes culturales no directamente religiosos es de desconfianza y en
muchos casos de enemistad. No es que en el ideal de vida del puritanismo
hubiese una sombría aversión a la cultura. Lo correcto es justamente lo
contrario, al menos en cuanto a la ciencia – con la excepción de la despreciada
escolástica – y, además, los mayores representantes del movimiento puritano
están profundamente enraizados en la formación renacentista. Los sermones del
ala presbiteriana del movimiento rebosan de clasicismos ([347]) y hasta en los sermones de los radicales, aún a pesar de cierto
disgusto, no se desdeña ese recurso en la polémica teológica.
Quizás nunca un país tuvo tanta
superabundancia de “graduates” como Nueva Inglaterra en la primera generación de su existencia.
La sátira de los adversarios, como por ejemplo el “Hudibras” de Butler, apunta
justamente al intelectualismo de laboratorio y a la educada dialéctica de los
puritanos. En parte esto se relaciona con la valoración religiosa del
saber que fue consecuencia de la posición frente a “fides implicita”
católica.
Diferente se hace el caso en el momento en
que pisamos el terreno de la literatura no-científica ([348]) y, por extensión, el del arte sensorial. Aquí, obviamente, la
ascesis se colocó como una collar sobre el cuello de la vieja y alegre
Inglaterra. Y no solamente se vieron afectadas las fiestas mundanas. El odio
furioso de los puritanos contra todo lo que oliera a “superstition”, contra cualquier reminiscencia de concesión mágica o litúrgica de
la gracia, persiguió a la fiesta navideña cristiana con exactamente la misma
intensidad que al árbol de Mayo ([349]) y a la libre práctica del arte por parte de la Iglesia. Que en
Holanda quedara espacio para el desarrollo de un gran arte, a veces crudamente
realista, ([350]) demuestra únicamente lo poco exclusiva que fue allí la
reglamentación moral según estos lineamientos. Administrada en forma
autoritaria frente a la influencia de la corte y del estamento regente (que era
un estrato de rentistas) y también frente a la alegría de vivir de
pequeños burgueses enriquecidos, poco pudo hacer después que el breve imperio
de la teocracia calvinista se disolvió en una sensata iglesia estatal con lo
que el calvinismo perdió notoriamente su poder de atracción ascética. ([351])
El teatro fue algo abominable para los
puritanos ([352]) y, al eliminar estrictamente del círculo de lo posible lo erótico
y las desnudeces, la concepción radical no se detuvo en la literatura ni en el
arte. Para favorecer decisivamente un sobrio utilitarismo frente a cualquier
utilización de motivos artísticos, se echó rápidamente mano a los conceptos de “idle talk” (conversación
ociosa), de “superfluities” (objetos superfluos), ([353]) de “vain
ostentation” (vana
ostentación) – todas designaciones que se aplican a actividades irracionales y
carentes de objetivo, por lo que no son ascéticas y, sobre todo, no están al
servicio de la gloria de Dios sino del hombre. Esto tuvo validez completa allí
en dónde se trató directamente del adorno de la persona como por ejemplo los
trajes regionales. ([354]) Esa poderosa tendencia a la uniformización del estilo de vida que
hoy le brinda asistencia al interés capitalista por la “estandardización” de la
producción ([355]) tuvo su fundamento ideológico en el rechazo al “endiosamiento de
la criatura”. ([356])
Por cierto que en todo esto no hay que
olvidar que el puritanismo encerró en si mismo todo un mundo de contradicciones
y que entre sus líderes el sentido instintivo para lo grande y atemporal en el
arte seguramente se hallaba en un nivel más alto que en el ambiente de los
“caballeros”. ([357]) Incluso en el caso de un genio único como Rembrandt, por escasa
que haya sido la gracia que su “cambio” halló ante los ojos del Dios puritano,
el entorno sectario que lo rodeaba no dejó de influir esencialmente en la
orientación de su creatividad. ([358]) Pero en el cuadro general esto no cambia nada ya que la poderosa
interiorización de la personalidad, que pudo traer consigo el desarrollo
posterior del ambiente puritano, y que de hecho contribuyó a determinarlo,
favoreció a pesar de todo y principalmente a la literatura; e incluso esto
resultó aprovechado recién por generaciones posteriores.
No podemos entrar aquí de un modo más
detallado en el análisis de las influencias que el puritanismo tuvo en todas
estas direcciones. No obstante, tengamos en cuenta tan sólo que el permiso para
la alegría que causa el goce puramente estético o deportivo de los bienes
culturales se encuentra siempre y en todos los casos con una barrera: estos
bienes no deben costar nada. Es que el hombre es tan sólo un
administrador de los bienes que le han sido otorgados por la gracia de Dios. Al
igual que el siervo de la Biblia, debe rendir cuenta de cada penique que le ha
sido encomendado ([359]) y es, como mínimo, dudoso que sea lícito gastar algo para un fin
que no sirve a la gloria de Dios sino al propio placer ([360]).
¿Quien que tenga los ojos abiertos no se ha
encontrado con algún representante de esta concepción hasta en la
actualidad? ([361]) La idea que el hombre debe asumir obligaciones por la
propiedad que le ha sido encomendada y a la cual debe subordinarse como
administrador o directamente como “máquina lucrativa”, es una idea que presiona
sobre la vida con una helada gravedad. Mientras más grande sea la propiedad,
tanto mayor será – siempre y cuando
el estilo de vida ascético pase la prueba – el sentimiento de responsabilidad
por mantenerla intacta y por aumentarla a través de un trabajo incansable para
mayor gloria de Dios. Como tantos otros componentes del espíritu capitalista
moderno, la génesis de este estilo de vida puede rastrearse hasta la Edad Media
([362]) pero recién en la ética del protestantismo ascético encontró esta
tendencia su fundamento ético consecuente. Su importancia para el desarrollo
del capitalismo es evidente. ([363])
Podemos resumir lo dicho hasta aquí
diciendo que, por consiguiente, la ascesis protestante mundana actuó con toda
energía contra el disfrute irrestricto de la propiedad; limitó el consumo,
especialmente el consumo suntuario. En contrapartida, en sus efectos
psicológicos liberó la adquisición de bienes de las trabas de la ética
tradicional; rompió las cadenas que mantenían aherrojado al afán de lucro, no
sólo legalizándolo sino viéndolo (en el sentido que hemos expuesto)
directamente como deseado por Dios. Tal como aparte de los puritanos también
testimonia Barclay, el gran apologista del cuaquerismo, la lucha contra los
apetitos carnales y contra el aferramiento a los bienes materiales, no fue
una lucha contra la ganancia racional sino contra la obnubilación
irracional ante la propiedad. Obnubilación que consistía, sobre todo, en la
valoración – condenable por idolátrica ([364]) – de las formas ostensibles del lujo, tan caras a la
percepción feudal, como algo opuesto al empleo racional y utilitario de los
bienes, aplicado a los fines existenciales del individuo y la comunidad.
La ascesis protestante mundana no pretendía
imponerle la privación ([365]) al propietario. Pero lo obligaba a emplear su propiedad en cosas
necesarias y prácticamente útiles. Es notorio que el concepto del “confort”
abarca el precio de los fines éticamente lícitos y, por supuesto, no es
casualidad que fueran justamente los cuáqueros – los representantes más
consecuentes de toda esta concepción de vida – los primeros y más destacados
protagonistas del desarrollo del estilo de vida “confortable”. Al brillo y esplendor del boato
“caballeresco”, sustentado sobre bases económicas inestables y que prefería la
sórdida elegancia a la sobria sencillez, los cuáqueros contrapusieron, como
ideal, la limpia y sólida comodidad del “home” (hogar) burgués. ([366])
Del lado de la producción de riqueza
en la economía privada, la ascesis luchó tanto contra la injusticia como contra
el afán de lucro puramente impulsivo ya que esto era lo que desechaba
como “covetousness” (avidez, codicia), “mamonismo”, etc. Es decir: lo condenable era el
afán de riquezas que tenía como objetivo último el ser rico, ya que la
propiedad como tal era sólo una tentación. Pero sucede que aquí la ascesis
resultó ser esa fuerza “que siempre desea lo bueno y siempre produce el mal” –
entendiendo en este sentido por mal a la propiedad y a sus tentaciones. Esta
ascesis no sólo vio – en consonancia con el Antiguo Testamento y en completa
analogía con la valoración ética de las “buenas obras” – el colmo de lo
abominable en el afán de riquezas como objetivo y la bendición de Dios
en la conquista de la riqueza como fruto del trabajo profesional. Más
importante que eso es que concibió la valoración religiosa del trabajo mundano
profesional incansable, constante, sistemático, como el más elevado medio
ascético y, simultáneamente, como la más segura y visible prueba, tanto de la
salvación de la persona re-nacida como de la autenticidad de su fe. Esta visión
por fuerza tuvo que ser la palanca más poderosa imaginable para impulsar la
expansión de esa concepción de vida que aquí hemos llamado el “espíritu” del capitalismo.
([367])
Si a este desencadenamiento del afán de
adquisición le agregamos la ya mencionada limitación del consumo, el
resultado visible se hace casi obvio: es la formación de capital a
través de una ascética imposición del ahorro. ([368]) Las restricciones que se oponían al consumo de lo adquirido no
podían sino favorecer su empleo productivo como capital de inversión.
La intensidad de este efecto es algo que se
sustrae por su propia naturaleza a una constatación exacta en cifras. En Nueva
Inglaterra la relación se hizo ya tan manifiesta que no pudo escapar a la
mirada de un historiador tan excelente como Doyle. ([369]) Pero también en Holanda, que sólo por 7 años fue efectivamente
dominada por el calvinismo estricto, la mayor sobriedad de la vida y la existencia
de enormes fortunas, algo que imperó en los círculos religiosos más serios,
condujo a una excesiva obsesión por la
acumulación de capital. ([370]) Va de suyo que, más allá
de ello, la tendencia a la “aristocratización” de las fortunas burguesas –
una tendencia que ha existido en todas
las épocas, en todas partes, y que todavía hoy es bastante real – resultó
moderada sensiblemente dada la antipatía del puritanismo hacia las formas de
vida feudales. Hubo escritores mercantilistas ingleses del Siglo XVII que
explicaron la supremacía del capital holandés por sobre el inglés argumentando
que en Holanda, a la inversa de Inglaterra, las nuevas fortunas no se invertían
regularmente en tierras y además (ya que no se trata tan sólo de la compra de
tierras) buscaban la transición hacia un “ennoblecimiento” con costumbres y
estilos de vida feudales siendo que, a través de ello, estas nuevas fortunas se
sustraían a una aplicación capitalista. ([371])
Hasta los puritanos no dejaron de compartir
la valoración de la agricultura, como una rama de actividad lucrativa
especialmente importante e incluso saludable para la fe. Pero esta valoración (por ejemplo en Baxter)
no se aplicó al landlord (señor rural) sino al yeoman (agricultor libre) y al farmer (granjero)
y, en el Siglo XVIII, no al Junker (caballero terrateniente) sino al agricultor
“racional”. ([372])
A partir del Siglo XVII, en el seno de la
sociedad inglesa de la época se extiende la dicotomía entre la “squirearchie”
(gobierno de los esquire = hidalgos rurales), portadora de la “alegre vieja Inglaterra”, y
los círculos puritanos de un poder social fuertemente oscilante. ([373]) Ambos rasgos – el de una alegría de vivir inquebrantable y el de
un autocontrol rígidamente normado y reservado, ligado a normas éticas
convencionales – siguen estando lado a
lado en el cuadro del “carácter nacional” inglés al día de hoy. ([374]) Y de la misma manera, por la Historia de los comienzos de la
colonización norteamericana se extiende el agudo contraste entre los “adventurers” (aventureros), que levantan plantaciones con indented servants
(sirvientes adquiridos) y quieren vivir de modo señorial, y la mentalidad
específicamente burguesa de los puritanos. ([375])
Por el ámbito en que se extendió la
concepción puritana de la vida, la misma en todos los casos favoreció la
tendencia hacia una conducta burguesa y económicamente racional – la
cual, por supuesto, es mucho más importante que la mera promoción de la
formación de capital. Esta concepción fue su más esencial y, sobre todo, su
único portador consecuente. Estuvo junto a la cuna del moderno “hombre
económico”.
Sin duda, estos ideales de vida puritanos
fracasaron ante una prueba de resistencia demasiado severa por parte de las
“tentaciones” de la riqueza que los puritanos mismos conocían muy bien. Con
mucha regularidad hallamos que los más genuinos partidarios del espíritu
puritano, provenientes de los estamentos en ascenso ([376]) – pertenecientes a las filas de los pequeños burgueses, los
granjeros, los “beati possidentes” y hasta los cuáqueros – con bastante
frecuencia se mostraron dispuestos a renegar de los antiguos ideales. ([377]) Fue el mismo destino que le tocó en forma reiterada a la ascesis
monacal del medioevo, la antecesora de la ascesis mundana. Toda vez que la
dirección económica racional hizo sentir plenamente sus efectos sobre
una vida local estrictamente normada y un consumo restringido, la propiedad
adquirida cayó, o bien en el ámbito de la nobleza – como sucedió antes del
cisma religioso – o bien amenazó con resquebrajar la disciplina monacal
haciendo necesaria la intervención de alguna de las numerosas “reformas”. En
última instancia toda la Historia de las reglas de las diferentes Ordenes no
es, en cierto sentido, más que una constante lucha contra el problema del
efecto secularizador de la propiedad.
Lo mismo se aplica en enorme medida también
a la ascesis mundana del puritanismo. El poderoso “revival” del metodismo que precede al florecimiento de la industria inglesa
hacia finales del Siglo XVIII puede muy bien compararse con alguna de esas
reformas monacales. Del propio John Wesley cabe citar aquí tan sólo un pasaje ([378]) que bien podría servir de epígrafe para todo lo dicho hasta aquí.
Es que muestra cómo los propios dirigentes de las corrientes ascéticas tenían
perfectamente en claro las relaciones aparentemente tan paradójicas aquí
expuestas y esto en un sentido totalmente coincidente con el aquí desarrollado.
([379])
Wesley escribe: “Temo que, cada vez que la
aumenta la riqueza, el contenido de la religión disminuye en la misma medida.
Es por ello que, por la naturaleza de las cosas, no veo cómo habría de ser
posible que cualquier reactivación de una auténtica religiosidad pueda ser
duradera en el largo plazo. Es que la religión tiene que generar,
necesariamente, tanto laboriosidad (industry) como frugalidad (frugality); y éstos
no pueden menos que producir riqueza. Pero, si aumenta la riqueza, aumenta
también el orgullo, la pasión y el amor por el mundo en todas sus formas. ¿Cómo
habrá de ser posible entonces que el metodismo, esto es: una religión del
corazón que hoy prospera como un árbol que reverdece, permanezca en este
estado? Los metodistas, en todas partes, son laboriosos y ahorrativos; por
consiguiente, sus propiedades y sus bienes aumentan. Por lo tanto crece en
ellos el orgullo, la pasión, los apetitos carnales y mundanos, y la soberbia.
De este modo, la forma de la religión permanece pero el espíritu desaparece
progresivamente. ¿No hay un camino para evitar esta continua decadencia de la
religión? No debemos impedir que las personas sean laboriosas y austeras. Tenemos
que exhortar a todos los cristianos a ganar lo que puedan y a ahorrar lo que
puedan, lo que como resultado significa exhortarlos a ser ricos” (Sigue
luego diciendo que después de “ganar lo que puedan y a ahorrar lo que puedan”
también deben “dar todo lo que puedan” para aumentar su Gracia y acumular así
un tesoro en el cielo). Como puede verse, se trata, en todos sus detalles, de
la relación que aquí hemos tratado. ([380])
Estos poderosos movimientos religiosos,
cuya importancia para el desarrollo económico residió principalmente en los
efectos de su educación ascética, desplegaron en forma regular sus
plenos efectos económicos – en un todo de acuerdo con lo que Wesley
expone aquí –recién después de pasado el cenit del entusiasmo puramente
religioso; después de que el espasmo por la búsqueda del Reino de Dios comenzó
a disolverse progresivamente en una sobria virtud profesional y la raíz
religiosa fue muriendo lentamente para dar lugar a una mundanalidad
utilitarista. Para utilizar las palabras de Dowden, sucedió después de que en
la fantasía popular “Robinson Crusoe” – el hombre aislado económicamente
activo que simultáneamente trabaja de misionero – ([381]) ocupó el lugar del “peregrino” de Bunyan que en su íntima soledad
se afana por alcanzar el Reino de los Cielos transitando por el “mercado de la
vanidad”.
Así pues, si en lo sucesivo se hizo
predominante el principio básico de “to make the best of both worlds” (aprovechar lo mejor de ambos mundos), al final – como Dowden
también ya observó – la tranquilidad de conciencia tuvo que ser colocada a la
par de los medios que hacían confortable la vida burguesa, tal como en forma
tan elegante lo expresa el aforismo alemán de la “suave almohada”. Lo que
aquella época vivamente religiosa del Siglo XVII le legó a su heredera
utilitarista fue, justamente y por sobre todo, una enorme tranquilidad –
digamos sin temor: una tranquilidad farisea – de conciencia para ganar
dinero, con tan sólo la condición que se adquiriese bajo formas legales.
Cualquier remanente del “Deo placere vix potest” había desaparecido. ([382]) Surgió un ethos profesional burgués.
Con la seguridad de contar con la plena
Gracia de Dios y de estar visiblemente bendecido por Él, el empresario burgués
podía, y debía, perseguir sus intereses lucrativos – siempre y cuando se
mantuviese dentro de los límites de lo formalmente correcto, su evolución moral
fuese impecable y el empleo de sus riquezas no fuese ofensivo. Por otra parte,
el poder de la ascesis religiosa ponía a su disposición trabajadores sobrios,
escrupulosos, extraordinariamente laboriosos, que se aferraban al trabajo como
un objetivo de vida deseado por Dios. ([383]) Pero además, esta ascesis religiosa le agregaba aun la
tranquilizadora seguridad de que la desigual distribución de la riqueza en este
mundo constituía un muy especial designio de la Providencia Divina la cual,
mediante estas diferencias, al igual que con su Gracia particular, perseguía
así sus misteriosos e inescrutables fines. ([384])
Ya Calvino había pronunciado su muchas
veces citada declaración en cuanto a que sólo manteniendo al “pueblo” – es
decir: a la masa de los trabajadores – en la pobreza podía esperarse que éste
siguiera siendo obediente a Dios. ([385]) Los holandeses (Pieter de la Court y otros) “secularizaron” esto
afirmando que la mayoría de los hombres sólo trabaja cuando la necesidad
la obliga a ello, y esta formulación del Leitmotiv de la economía
capitalista terminó desembocando en la teoría de la “productividad” de los
salarios bajos. También aquí el giro al utilitarismo se infiltró
subrepticiamente en el pensamiento a medida en que agonizaba su raíz religiosa,
y esto según el esquema del proceso que reiteradamente hemos observado.
La ética medieval no solamente toleró al
mendigo sino que prácticamente glorificó la mendicidad en la Ordenes
mendicantes. Los mendigos seculares fueron incluso ocasionalmente designados y
valorados como “estamento” desde el momento en que brindaban la oportunidad de
realizar buenas obras a través de las limosnas. La ética social anglicana de
los Estuardos todavía se hallaba muy cerca de esta posición. Le quedó reservado
a la ascesis puritana el colaborar con esa dura legislación que los ingleses
aplicaron a los pobres y que produjo el cambio fundamental. Y pudo hacerlo porque,
en el seno de las sectas protestantes y las comunidades estrictamente puritanas
en general, la mendicidad era efectivamente desconocida. ([386])
Por otra parte, visto desde el lado de los
trabajadores, por ejemplo la versión pietista de Zinzendorf glorificaba al
trabajador leal a su profesión y sin afán de lucro considerándolo como alguien
que vive de acuerdo con el ejemplo de los apóstoles y, por lo tanto, dotado del
carisma del apostolado. ([387]) Entre los baptistas existieron al principio concepciones más
radicales todavía. Ahora bien, naturalmente la totalidad de la literatura
ascética de casi todas las confesiones se encuentra impregnada del punto
de vista que el trabajo leal realizado por alguien a quien la vida no le ha
dado otras oportunidades es algo altamente agradable a Dios. A esto la
ascesis protestante no aportó, en sí, nada nuevo. Pero, no sólo profundizó este
punto de vista con la mayor intensidad, sino que creó esa norma que fue la
única que resultó decisiva para su influencia: el impulso psicológico
a través de la concepción del trabajo como profesión, entendida como el
principal y en última instancia el único medio de estar seguro del
propio estado de Gracia. ([388]) Y, por el otro lado, legalizó la explotación de esta específica
disposición al trabajo al interpretar la ganancia monetaria del empresario como
una “profesión”. ([389]) Resulta evidente la poderosa forma en que tenía que promover la
“productividad” del trabajo – entendida ésta en el sentido capitalista de la
palabra – el afán exclusivo de llegar al Reino de Dios a través del
cumplimiento del deber laboral como profesión y la estricta ascesis que la
disciplina eclesiástica le imponía natural y precisamente a las clases
desposeídas.
Para el trabajador moderno, el tratamiento
del trabajo como “profesión” se hizo algo tan característico como lo fue para
el empresario la correspondiente concepción de la ganancia. No fue sino la
descripción de esta situación, nueva para aquél entonces, la de un observador
tan agudo como Sir William Petty cuando explicó el poder económico holandés del Siglo XVII señalando
que allí los “dissenters” (calvinistas y baptistas)
especialmente numerosos eran las personas que “consideraban al trabajo y a
la laboriosidad productiva como su deber para con Dios”.
Bajo los Estuardos y el anglicanismo se
produjo un giro fiscal-monopólico en la constitución “orgánica” de la sociedad,
de acuerdo específicamente con las concepciones de Laud. Fue una alianza entre
el Estado y la Iglesia con los “monopolistas” sobre la base de una infraestructura
social-cristiana. A ello, el puritanismo – cuyos representantes estaban
fervientemente en contra de esta clase de capitalismo que desde el
Estado privilegiada a los comerciantes, a los intermediarios y a los
colonialistas – le opuso los impulsos individualistas de la ganancia
racional y legal, producto del talento propio y de la propia iniciativa.
Mientras en Inglaterra las industrias monopólicas estatalmente privilegiadas
pronto desaparecieron por completo, la iniciativa individualista del puritanismo
participó del surgimiento de una industria que apareció sin protección estatal
y en parte a pesar del poder público. ([390]) Los puritanos (Prynne, Parker) rechazaron toda asociación con los
“cortesanos e impulsores de proyectos” del gran capitalismo considerándolos una
clase éticamente sospechosa y mostrándose orgullosos de su propia, superior,
moral comercial burguesa que constituyó el verdadero motivo de las
persecuciones que sufrieron por parte de aquellos círculos.
Defoe todavía sugirió ganar la lucha contra
el Dissent mediante un boicot a los medios de pago bancarios y el retiro de
los depósitos. La antítesis de las dos especies de tendencia capitalista estuvo
ampliamente relacionada con las antítesis religiosas. A los inconformistas, sus
adversarios todavía en el Siglo XVIII los ridiculizaban constantemente
acusándolos de tener un “spirit
of shopkeepers” (espíritu
de tenderos) y los perseguían como corruptores de los antiguos ideales
ingleses. En esto residió también la antítesis entre el ethos
económico puritano y el judío, y ya los de aquella época (Prynne) sabían que el
ethos económico burgués era el primero y no el segundo. ([391])
La organización racional de la vida sobre
la base de la idea de la profesión es uno de los elementos constitutivos
del espíritu capitalista moderno, y no sólo de él sino de la cultura moderna.
Este elemento – y eso es lo que debería demostrar esta exposición – nació del
espíritu de la ascesis cristiana. Léase otra vez el tratado de Franklin, citado
al comienzo de este trabajo, y se verá que los elementos esenciales de la
concepción que allí denominamos como constitutivos del “espíritu del
capitalismo” son precisamente los que acabamos de descubrir como formando el
contenido de la ascesis profesional puritana ([392]), sólo que sin el fundamento religioso que, en Franklin, ya había
desaparecido.
De hecho, la idea que el trabajo
profesional moderno tiene una impronta ascética no es nada nueva.
El limitarnos al trabajo especializado, con
la renuncia a la amplia versatilidad de lo humano que ello implica, constituye
en el mundo actual la condición indispensable para un desempeño valorado por lo
que hoy “la acción” y “la renuncia” se condicionan mutua y fatalmente. Este
trasfondo básico del estilo de vida burgués – si es que pretende ser realmente
un estilo y no una ausencia de estilo – es lo que quiso enseñarnos también
Goethe desde la cumbre de su sabiduría existencial, a través de sus “Wanderjahren”
y en la culminación que le dio a la vida de su Fausto. ([393]) Goethe interpretó este hecho como el adiós y el abandono de una
época plena de hermosa humanidad que no volverá a repetirse durante el
transcurso de nuestro futuro desarrollo cultural de la misma forma en que
tampoco se repitió la época del mayor esplendor de Atenas en la antigüedad.
El puritano quiso ser un
profesional; nosotros tenemos que serlo. Es que la ascesis, al ser
transferida de las celdas de los monjes al la vida profesional y al comenzar a
dominar la moralidad mundana, contribuyó con su parte a construir ese poderoso
Cosmos del moderno orden económico que depende de las condiciones tecnológicas
y económicas de la producción mecánico-maquinista. Hoy ese orden determina con
abrumadora compulsión – y quizás seguirá determinando hasta que se haya
consumido el último gramo de combustible fósil – el estilo de vida de todo
individuo nacido dentro del ámbito de esta maquinaria, y no tan sólo de
las personas económicamente activas.
Según la opinión de Baxter, la preocupación
por los bienes materiales debería cubrir los hombros de sus santos como “un
delgado manto que puede ser arrojado a un lado en cualquier momento” ([394]) Pero el destino hizo del manto una caparazón dura como el acero. A
medida en que la ascesis comenzó a reestructurar al mundo y a actuar plenamente
en él, los bienes materiales de ese mundo fueron adquiriendo sobre el hombre un
poder primero creciente y al final ineludible, como nunca antes había sucedido
en la Historia. Hoy, el espíritu de aquella ascesis se ha escapado de dicha
caparazón. ¿En forma definitiva? ¿Quién sabe?
En todo caso, desde que se basa sobre
fundamentos mecanicistas, el capitalismo triunfante ya no necesita este apoyo.
Incluso el radiante espíritu de su risueña heredera, la Ilustración, parece
palidecer definitivamente y la idea de la “obligación profesional” ronda
nuestras vidas como un fantasma de los contenidos de una fe religiosa del
pasado. Hoy, en la mayoría de los casos, el individuo se abstiene de
interpretarla en absoluto allí en dónde el “cumplir con la profesión” no puede
ser relacionado directamente con los máximos valores culturales; o bien y a la
inversa, allí en dónde esto por fuerza se percibe en forma subjetiva
sencillamente como una imposición económica. En el ámbito de su mayor auge, en
los Estados Unidos, el afán de lucro desposeído de su sentido ético-religioso
tiende a asociarse con pasiones puramente agonales que, en no pocos casos, le
otorgan directamente un carácter deportivo. ([395])
Nadie sabe ya quien vivirá en el futuro
dentro de aquella caparazón; o si al final de este tremendo proceso habrá
profetas completamente nuevos o un poderoso renacimiento de antiguos
pensamientos e ideales; o bien – en caso de no producirse ninguna de las
dos alternativas – si la petrificación mecanizada se ocultará detrás de una
especie de “darse aires de importancia”.
De todas formas, en ese caso, podría ser aplicable al “ultimo hombre” de
este proceso cultural la frase de: “Especialistas sin espíritu, hedonistas
sin corazón: esta insignificancia se cree que ha logrado escalar hasta un nivel
nunca antes alcanzado por la humanidad”.
Pero con esto llegamos al ámbito de las
juicios de valor y de fe con los que no debemos sobrecargar esta exposición
puramente histórica. La tarea sería ahora más bien la de presentar algo que en
el esquema expuesto sólo se ha indicado: la importancia que el racionalismo
ascético tuvo también para el contenido de la ética sociopolítica; es
decir: para la clase de organización y para las funciones de las comunidades
sociales, desde el conventículo hasta el Estado. A continuación tendríamos que
analizar su relación con los ideales de vida y las influencias culturales del
racionalismo humanista ([396]), con el desarrollo del empirismo filosófico y científico, con el
desarrollo tecnológico y con los bienes culturales espirituales. Por último
habría que rastrear – históricamente y a través de los diferentes
ámbitos de difusión de la religiosidad ascética – su devenir histórico,
partiendo de los inicios medievales de la ascesis mundana, hasta su disolución
en el utilitarismo puro. Recién entonces podríamos obtener la medida de
la importancia cultural del protestantismo ascético en su relación con otros
elementos plásticos de la cultura moderna.
Aquí lo que hemos intentado es exponer un
sólo, aunque importante, aspecto, explicando el hecho y la clase de su
influencia mediante una referencia a sus motivaciones. En un estudio posterior
también tendría que surgir la forma en que, por su parte, la ascesis
protestante fue influenciada por la totalidad de las condiciones culturales
sociales, especialmente las económicas. ([397]) Porque, si bien el hombre moderno, en general no suele estar, ni
aún con la mejor voluntad del mundo, en condiciones de imaginarse la
magnitud de la importancia que de hecho han tenido los contenidos
religiosos concientes sobre la cultura y la idiosincrasia de los pueblos; aun
así, la intención no puede consistir en reemplazar una interpretación
unilateralmente “materialista” de la cultura y de la Historia con otra igual de
unilateral pero causal y espiritualista.
Ambas interpretaciones son igualmente posibles ([398]); pero ambas le prestan un flaco favor a la verdad histórica si
aspiran a ser la conclusión de una investigación y no un trabajo preliminar. ([399])
Es muy largo el texto y entendí la mitad de las cosas
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